26.1.11

De correctores y errores.

"Desde hacía algunos años, las ideas foráneas les quitaban contemporaneidad a los correctores, los tornaban vampiros que, agazapados en las tinieblas, les hundían los colmillos a los errores y se nutrían de su sangre amarga, para que el mundo moderno los desafectara del circuito productivo, les pagara con la expulsión sus desvelos.
La derrota de una especialización como la suya se le podía atribuir no sólo a la consultora, sino también a esa época con una oferta informativa tan variada, tan abrumadora, que los lectores comunes ponían en un plano muy secundario la dignidad de la escritura. Les bastaba con el mareo sensacionalista, con los bombardeos de imágenes, con los flashes cegadores. Sus intereses eran brutales, acelerados. Estaban tan acostumbrados a la avidez, a la sorpresa permanente, que ante el desabrido título "Un hombre murió en Nueva York", se precipitarían para averiguar las causas."

Absolutamente cosas de la casualidad. Cuando leía La culpa del corrector de Manuel López de Tejada me encontré con dos tapas de diarios nacionales



Quizás sea cierto que a los mejores cazadores se les escapa la liebre, pero cuentan por ahí que en el Gran diario argentino ya no hay cazadores.

Lo cierto es que el oficio de corrector parece estar en retirada y no precisamente por la excelencia de los periodistas sino por una razón mucho mas poderosa para las empresas: la reducción de costos.

La culpa del corrector es una novela corta del rosarino Manuel Lopez de Tejada y habla permanentemente de la retirada forzosa de los correctores. El corrector Ortigala que trabaja en el Decano amanece un día con la cara del Jefe de Información General Anselmo Res. Un despertar al estilo Gregorio Samsa en La metamorfosis pero en el medio de la llegada al diario de un grupo empresario español que busca cerrar la sección de corrección por improductiva.
Bajo esa situación comienzan a desfilar otras historias de integrantes de la sección y del diario: Inés, El Bardo, Ballester y fundamentalmente Angel Martini, un fundamentalista de la corrección, obsesionado con las amenazas de la gramática y el lenguaje.
"Luego en la calle, mientras se alejaban del lugar, Martini le contó a Elvira su fijación por corregir todo, por llevar un marcador rojo hasta en el bolsillo del pijama que a veces empuñaba dormido para mejorar textos irreales. Pero aun cuando sólo consiguiera garabatear las sábnas, se le figuraba un arma indispensable, que más de una vez apretó entre los dientes para escalar en las madrugadas paredes de su barrio, con el propósito de retocar carteles caseros, obviedades tales como "Pinto casas a domicilio".
De igual modo se comportaba con los papeles sucios de la acera, con los cuadernos de los niños, a a quienes se los requería en los parques, y con las cartas de sus novias. Por eso, varias de ellas sufrieron decepciones, traducidas en llantos o reproches histéricos, cuando él les exponía destripadas sus cursilerias y sus abusos de las palabras te amo, por no señalar ciertas expresiones obscenas, que pretendian en vano imitar una conciencia ardiente."
Martini que muere a lo largo de la novela es una especie de metafora de la voluntad del hombre para corregir, pero también de la futilidad de este gesto. El resto de la novela no lo cuento demasiado pero la recomiendo para los amantes del lenguaje y para aquellos que quieran acercarse a la difícil relación entre los medios de comunicación y el lenguaje.
Lopez de Tejada, corrector él mismo, compuso una novela muy bien escrita con todo el background de haberse desempeñado en esa función en La Capital de Rosario, el "decano" de la prensa argentina.
Cuando comencé la facultad tuve un profesor Néstor Amilcar Cipriano que nos habló de su deseo de establecer alguna ordenanza o ley que permita corregir las faltas de ortografía de los carteles callejeros. Lo que para Martini era un acto individual casi de justiciero para don Cipriano era la necesidad de poner orden en tanto caos.

1 comentario:

corrector perdido dijo...

Soy corrector de estilo de un periódico venezolano, y sufro todos los días porque siento que mi labor es inútil, pues nadie sale a felicitarme por mi trabajo, o peor, nadie me reprocha si hago mal mi trabajo... En fin, ahora que sé que hay una novela en la cual se expresa la misma inquietud que tengo yo, supongo que, sí, parece que el oficio de corrector está en peligro de extinción.